lunes, 9 de enero de 2012

Si yo, puzle, te contara...

Aquí estoy, encima de la mesa. Ha llegado mi momento. Esto es el fin, o el principio de todo, según se mire. Déjenme explicarles por qué y al final entenderán a qué me refiero. Muy posiblemente lo adivinen antes.

Es el 19º día que estoy postrado en esta mesa de escritorio. Este chico, de unos 32 años, ha sido mi fiel compañero durante todo este tiempo. La verdad es que he sido todo un quebradero de cabeza para el chaval. Ser un puzle de 1.000 piezas en blanco y negro no es tarea fácil para quien ose armarlo. Aunque si tenemos en cuenta que tengo un primo lejano que es Récord Guinness con 24.000 trocitos dicharacheros sobre la horizontal, lo mío se antoja harto sencillo.

Muchos pensarán que los puzles somos para gente aburrida o para personas solitarias, esas que "algo tendrán que hacer en los días de lluvia". Me rebelo totalmente contra tal farisea percepción. Trabajar un rompecabezas es todo un mundo; creánme, no es que intente vender el tema, pero es emocionante. Deberían probarlo todos los seres humanos del planeta. Esa sensación cuando encajas la pieza correcta...

Tendrían que haber visto cómo ha disfrutado este chico conmigo, mi fiel compañero durante más de dos semanas. Me he sentido respetado. Les confesaré que soy un objeto de tercera mano, y las dos experiencias anteriores no se las deseo a nadie.

Este chico ha sabido entenderme, valorarme, mimarme y verme como lo que soy, un entretenimiento sincero. Pocos existen por ahí como yo.

No divago más. Hoy me ha encajado la última pieza y esto ya está hecho. Siento como si ya fuese el final de la historia, el fin, la muerte de una corta vida. Aunque he de decir que, por otro lado, esto es el principio de todo; me siento como un cuadro recién nacido.

Él me ha caído muy bien, espero que sea recíproco. No quiero que me desarme y me meta en la caja de nuevo. Seamos optimistas, no será así. Ya me veo con un marco precioso alrededor en la pared del fondo del salón. Seamos optimistas, esto es lo bueno que tenemos los puzles, que siempre miramos al frente.

miércoles, 4 de enero de 2012

La lancha y el vagabundo

Soy un velero a orillas del Cantábrico. Hace una semana se llevaron a la que fue mi compañera desde hace 17 años, una preciosa lancha. No he vuelto a saber nada de ella.

Digamos que éramos de diferente clase social. Yo: destartalado, miserable, casi ruinoso; un mendigo del puerto. Ella: preciosa, impoluta, pulcra. La embarcación más atractiva que he visto en toda mi vida. Un ángel de la mar.

Recuerdo el primer día que la vi. Se llevaron de mi lado un yate bastante lujoso. No solo me quité de encima ese barquito altivo y almidonado, sino que desde aquel día he tenido la vista deleitada gracias a mi compañera, esa a la que no veo desde hace días. Nunca le importó que yo fuera de clase baja. Siempre me miró con ojos cariñosos.

Desde ese primer día, hemos sido inseparables. Cierto es que nuestros respectivos dueños venían algunas veces a pasearnos por la bahía, especialmente los fines de semana. Sólo nos separábamos en esas ocasiones. Ojalá nuestros propietarios se hubieran conocido y nos hubiesen sacado juntos alguna vez. Cuánto me hubiera gustado salir a la mar con ella... Nunca pudo ser.

Ahora recuerdo esos atardeceres con olor a canela salada casi agarrados de la mano. Nunca pudimos hablar pero sé que, de haberlo hecho, solamente nos habríamos dicho una cosa: "te quiero". No haría falta decirse nada más.

Los objetos nunca hablamos pero pensamos mucho, y sentimos mucho más todavía, quizás más que los humanos.

En este momento no sé qué será de ella, dónde estará o si volverá. Su plaza aún no ha sido ocupada pero presiento que se la han llevado para no volver. Lo único que quiero es que sea feliz allá donde esté. Y que viva de nuestro recuerdo tanto como lo hago yo. Eso no puede quitárnoslo nadie.