domingo, 19 de enero de 2020

La cuerda cómplice

La chica permanecía sentada en el suelo con las piernas cruzadas mientras su espalda reposaba en un viejo roble y sus manos estaban retraídas hacia atrás abrazando ambos lados del mismo. Una cuerda ligaba ambas extremidades por la parte posterior. Sus uñas habían rasgado débilmente la corteza y, tras dos días en esa situación, el llanto y la desesperación inicial habían desembocado en soledad y gimoteo.

En su cabeza no dejaban de resonar las únicas palabras que había oído de su secuestrador: “puedes gritar cuanto quieras, pero la carretera más cercana está a 17 kms, nadie va a venir a buscarte”.

Y es que estaba perdida en un frondoso bosque, tan denso que cada árbol a su alrededor la estrangulaba mentalmente sin dejarla pensar en la manera de escapar de ahí.

Su mente daba vueltas sobre cómo comenzó todo. Eran las 2 de la mañana y había parado en una gasolinera a repostar unos litros de carburante. Iba de camino a la casa heredada de su abuela donde se disponía a pasar el fin de semana con unos amigos. Y de repente, un seco golpe en la nuca.

¿Acaso conocía a este hombre? ¿O tan solo era un enfermo mental? ¿Qué intenciones tenía? Había leído bastante sobre psicopatías y asesinos en serie, algo que le resultaba de escasa ayuda en este momento.

Aún no había podido ver su cara. Tan solo recordaba los golpes que le propinó en el estómago y en la cabeza la misma noche de la captura. Una vez que la tuvo atada al árbol se dedicó a golpearla durante casi 2 horas casi sin parar. No había abusado de ella sexualmente, pero la violencia física fue cruel e intensa. Pensaba en su hija Dana, a la que seguramente no volvería a ver nunca más en su vida.

Perdida en un bosque aislado, lejos, como él dijo, de alguien que pudiera socorrerla. ¿Hasta cuándo iba a durar este sufrimiento? Eso era lo duro. La incertidumbre. Tan solo había bebido agua y comido pan y algo de avena. Estaba aturdida por los golpes y agotada de pedir auxilio e intentar escaparse. Todo en vano. La cuerda que ataba sus manos era firme y gruesa. La respiración ya era totalmente estertorosa. No había manera de salir de esa cárcel.

La mañana siguiente, tras haber deambulado entre sueños y realidad unas pocas horas, abrió los ojos y vio en el árbol de enfrente, sentada en la misma posición que ella, una chica con una gran herida en la frente y abundante sangre cayendo por la blusa hasta la hojarasca del suelo.

Nuevamente quiso hacer un desesperado nuevo intento para zafarse de la cuerda que la mantenía cautiva y se dio cuenta de que tenía las manos totalmente sueltas. Estaba libre. No podía creerlo. ¿Acaso estaba jugando con ella ahora? Se puso en pie como pudo y salió corriendo. Mientras se alejaba, el sonido del viento se mezclaba con los gritos de desesperación de la nueva cautiva pidiendo ayuda.

Habían pasado 4 años desde aquella horrible experiencia. Tuvo que asistir a un psicólogo para poder sobrellevar su actual vida de la mejor manera posible. Tras tres consultas surgió el amor, tras 7 meses el matrimonio y tras 18 meses un bebé. La vida parecía irle bien.

En una mañana cualquiera de un enero cualquiera sonó el timbre. Era Ricard, el cartero. Traía un paquete no demasiado voluminoso pero sí algo pesado. Recogió el bulto y cerró la puerta.

Recorrió el largo pasillo de su casa en dirección a la sala de estar, accedió a la misma y se sentó en el sofá no sin cierto desasosiego. Miró el objeto en silencio. Su gato se sentó silente a su lado. Pasaron unos minutos. Finalmente decidió abrir el paquete. Había tres compartimentos cada uno numerado del 1 al 3.

Abrió el primero, el que ponía un “1”, había una cuerda. Era aquella cuerda. Se estremeció.

Abrió el segundo, el más grande, era una cabeza y parecía ser la de aquella chica abandonada en el bosque tras su huida.

Abrió el tercero, cogió un pequeño papel y leyó “Voy a por ti de nuevo”.