domingo, 10 de diciembre de 2023

Cuestión de paciencia

Y se dejó llevar.

Vagando por una ciudad que no era la suya apenas acertaba a caminar unos débiles pasos seguidos sin que algunos pensamientos le perturbaran. Le costaba dejarse llevar por el nuevo entorno aun tratando de dejar sellada la puerta de su mente al pasado. Ideas, recuerdos, reflexiones e imágenes le asaltaban, trepaban por una maraña de hiedra y siempre llegaban a lo alto del muro. Y con esa dificultad para romper con su propia alma, esa que le atormentaba sin quererlo, caminó y caminó durante horas por el centro de esa desconocida localidad para él. Paso errante y meditabundo al mismo tiempo.

Los copos de nieve le caían amistosamente en la cabeza. Hacía frío. Por suerte, iba bien protegido con unos caros guantes de piel y un buen abrigo que le había regalado ella en su quinto aniversario. 

Ella.

Quien se fue sin aviso. 

Sin permiso. 

Porque el devenir de la vida lo quiso y así tenía que ser.

Decidió calentarse un poco tomando un café con leche en una cafetería que le había llamado la atención. Una de esas que parece anclada en los años 30. Nada más entrar y abrir la puerta del local el calor le invadió la cara, la única zona de su cuerpo descubierta al exterior. Se dirigió a una pequeña mesa que estaba libre situada en la esquina de la sala.

Muchas veces en la vida hay conexiones. Y fue lo que sintió en ese momento. Porque su mente estaba en el pasado y porque ese local era el pasado. El suelo era de baldosa estilo tablero de ajedrez. La barra era de un color marfil fino, de mármol, pesada. Lámparas de techo clásicas. Un camarero con camisa blanca y pajarita. Aroma de café recién molido. Sensación de un pasado que inunda un presente y se resiste a formar parte del ayer. Como sus pensamientos.

Y en ese pasado denso, inquieto y bien filtrado estuvo aproximadamente 45 minutos. La mirada perdida y un ligero olor a incienso recién prendido no le dejaron darse cuenta de algo durante unos minutos. Pero al levantar la vista la vio. 

Tenía el cabello castaño, largo y encoletado, como de haber dedicado poco tiempo a prepararse.

Unos ojos a juego con su pelo que brillaban desde la otra punta del local. 

Una cara amigable, no especialmente guapa pero con unas facciones sencillas y bien definidas.

La mirada decidida aunque absorta.

Un atuendo simple pero elegante, con estilo de un invierno que llega tímido pero con ganas.

Una pose que destilaba estilo e introspección.

Y un café con leche en su mesa también.

Cuando ella levantó la mirada y acertó a ver los ojos de él fijados detenidamente sobre los suyos puso cierta cara de estupor, pero un estupor leve, tímido y con pocas ganar de exaltarse. Más diría de sorpresa. Sus ojos volvieron al café.

Y así pasaron cerca de 30 minutos. Un juego de miradas que no tenía fin. Porque cuando unos ojos buscaban los otros, estos se desviaban y volvían para captar los primeros y entonces estos mantenían la mirada un par de segundos para perderse de nuevo en el vacío. 

Ninguno tomaba la iniciativa, se divertían jugando a buscarse y encontrarse con la mirada como dos quinceañeros.

En la vida hay momentos mágicos que se rompen de manera imprevista, normalmente suele ser así. Y es que en uno de esos instantes de te miro y me miras, él cogió su teléfono en uno de mis bolsillos para mirar la hora, lo guardó de nuevo y levantó la vista de nuevo. Pero ella ya no estaba.

Él pasó esa tarde dando vueltas y vueltas por la ciudad hasta que se hizo de noche. Vagando como algún personaje enamorado de "Leyendas" de Bécquer o el mismísimo Augusto Pérez, el protagonista de "Niebla" de Unamuno. Caminaba enredado como una serpiente pero lento como una lombriz. Frustrado como una tortuga e impaciente como un gato.

Se instaló en un pequeño piso a las afueras y se quedó a vivir en esa ciudad.

Cada martes a la misma hora solían verse en la misma cafetería durante aproximadamente una hora. Cada uno en la misma mesa de siempre o alguna cercana. Nunca hablaban. Se miraban de igual manera que el primer día. Pero sin acercarse ni hablar. En ocasiones era él el que se levantaba y se marchaba y en ocasiones era ella. La segunda vez fue él, por aquello del orgullo, esa cosita infantil que todos tenemos dentro en mayor o menor medida y que tantos problemas de comunicación y afecto genera.

Fueron cinco martes. El sexto fue diferente.

Mismo sitio. Misma hora. Pero ella no aparecía. Él se comenzó a impacientar. Esto no era normal, ella era muy puntual siempre. Fueron dos horas de espera.

Y la impaciencia se tornó en resignación.

No tenía sentido seguir esperando. Me recogió de la silla, me puso sobre él y salió de la cafetería. Hacía frío y no se puede ir por ahí sin abrigo así como así. Ya solo faltaba que cogiera un resfriado...

Caminó en dirección a su casa enfadado consigo mismo y haciéndose preguntas. ¿Cómo era posible que se hubiera encaprichado así como un niño? ¿Por qué nunca tuvo la iniciativa de hablar con ella? Fueron cinco oportunidades diferentes las que tuvo. Pero nunca tuvo valor. Supongo que lo que sentía en la distancia era tan fuerte y especial que estaba temeroso de recibir una respuesta negativa.

Apenas dobló la esquina para entrar en el portal de su casa, la vio. Allí estaba ella. ¿Esperándole? ¿O era casualidad? Le miraba fijamente. Él, cuyo paso había parado de golpe al verla en la puerta de su casa, comenzó a andar de nuevo hacia ella. Un paso, dos, tres, cuatro. Y así hasta diecisiete.

- Bueno, creo que ya era hora, ¿no? - dijo ella sonriendo.

Él no acertó a responder. 

Simplemente disfrutó el momento

Se acercó más a ella.

Se besaron.

Se abrazaron.

Disfrutaron el momento.